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EL PAN DE DIOS

Foto del escritor: Ugo MoctezumaUgo Moctezuma

En nuestros días, la Iglesia de Jesucristo ha experimentado La peor sequía espiritual de toda su historia. Multitudes de ovejas a punto de morir de hambre les están pidiendo a gritos a sus pastores que les den algún alimento vivificante, algo que las sustente en estos tiempos difíciles. Pero con demasiada frecuencia no se les da ni una migaja de alimento espiritual. Salen de la casa de Dios vacías, insatisfechas y débiles. Se han cansado ya de arrastrarse, una y otra vez, hacia una mesa vacía.




No era ese el propósito de Dios para su pueblo, y a Él le duele ver que sea así. Dios ha provisto pan para el mundo entero. Y el pan que Él ofrece es más que para sobrevivir; es alimento para una vida en su medida más completa, la “vida en abundancia” de la cual habló Jesús.

¿Quién es este Pan de Dios, del que tan ansiosamente tenemos hambre? Jesús nos dio la respuesta. Dijo: “El pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo” (Juan 6:33). En otras palabras, ¡Cristo mismo es la respuesta! Como el maná que Dios envió para sustentar la vida de los hijos de Israel en el desierto, Jesús es para nosotros el Pan de Dios, el don enviado para sustentar nuestra vida hoy y todos los días.

El Pan de Dios, cuando se come todos los días, produce una calidad de vida que Jesús mismo disfrutó. Cristo participaba en una vida que brotaba directamente de su Padre celestial; una vida, nos dice, que también debe animarnos a nosotros: “Como … yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57).

Ese pan es lo que le falta al cristianismo moderno, y es lo que éste necesita desesperadamente. Mi sincera oración es que este libro ayude a satisfacer el hambre espiritual que muchos están sintiendo en su vida.

Esta hambruna espiritual ha durado muchos años. Es que cuanto más una persona se aleje de Cristo, la fuente de toda vida, tanto más se adueña de ella la muerte. Del mismo modo, las iglesias y los ministerios mueren cuando pierden contacto con esa corriente vivificante. En efecto, muchas de esas iglesias y ministerios han decaído lentamente desde hace tiempo. Es por eso que muchos creyentes desilusionados claman a Dios, anhelando una iglesia que tenga alguna vida. Por eso mismo la mayoría de los jóvenes dicen que sus iglesias están “muertas”.

El profeta Amos habló de un día cuando “las doncellas hermosas y los jóvenes desmayarán de sed” (Amos 8:13). Así clamaba Amos:

He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. ? irán errantes de mar a mar; desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán. Amos 8:11-12 .


La verdad es que esa hambre que lleva a la muerte abunda en la casa de Dios hoy. La hambruna está haciendo que muchos creyentes se alejen de la iglesia para ir en busca de algo que satisfaga sus más íntimas necesidades. Ahora las iglesias están plagadas de adulterios, divorcios, rock “cristiano”, psicología antibíblica y evangelios de la Nueva Era. Muchos jóvenes cristianos se están entregando a las drogas y a la inmoralidad sexual en busca de realización.

Eso sucede porque mucho de lo que hoy día se oye en los púlpitos es, en el mejor de los casos, comida agradable. Las prédicas no son suculentos ni difíciles de tragar. ¡Hasta son “simpáticos”! Las anécdotas son bien narradas, las aplicaciones son fáciles y prácticas, y nada de lo que se dice ofende jamás a nadie. No resulta difícil llevar consigo el domingo a un cónyuge o amigo que no es cristiano, porque no se va a sentir incómodo. Nadie lo confrontará acerca del pecado. No habrá carbones ardientes del altar de Dios que le queme la conciencia, ni flechas llameantes de convicción procedentes del púlpito que lo mueva a ponerse de rodillas. No habrá ningún dedo profético que le señale el corazón y le diga con voz de trueno: “¡Tú eres ese hombre!” Y si en realidad el martillo cae sobre el pecado, rápidamente se amortigua su efecto.

Es asombroso pero cierto: el lugar más cómodo y tranquilizador de la conciencia para esconderse de los ojos llameantes de un Dios santo es dentro de una iglesia muerta. Sus predicadores funcionan más como funerarios que como apóstoles de la vida. En vez de guiar a los hambrientos creyentes hacia la vida abundante que Cristo ofrece, les dan blandas palabras de ánimo para tratar de calmarles el hambre: “Todo está bien. Ustedes han hecho todo lo que necesitan hacer. No se tomen la molestia de alimentarse del Pan de Dios siendo constantes en la oración, o desempolvando sus Biblias, o armonizando sus corazones con el de Dios.”

Algunos predicadores protestan diciendo que, lejos de estar muertas, sus iglesias están llenas de gloriosa alabanza y adoración a Dios. Sin embargo, no todas las iglesias exuberantes que mueven las emociones están necesariamente llenas de vida. El culto que brota de unos labios impuros es, en realidad, una abominación para Dios. La alabanza que sale de corazones llenos de adulterio, lujuria u orgullo es un hedor para El. Los estandartes cristianos enarbolados por manos manchadas de pecado no son más que presuntuosos desplantes de rebeldía.

Una vez escuché a un ministro “profetizar” que pronto vendrá el día en que los cultos de las iglesias serán de alabanza en un noventa por ciento. Pero si eso llega a ocurrir, e incluso si esa alabanza es de corazón, eso deja solamente un diez por ciento para lo demás, donde, supongo, estaría incluida la predicación de la Palabra de Dios. Pero ¿acaso no nos debilitaremos espiritualmente si aclamamos y alabamos, pero no comemos el Pan de Dios? ¿Significa esto que hemos llegado al punto como los hijos de Israel cuando se quejaron: “Pero ahora nuestro apetito se reseca, ya que no hay … más que el maná” (Números 11:6, RVÁ)? ¿Será posible que nos hayamos aburrido de sentarnos ante la mesa del Señor?

¡Debemos comprender que la alabanza auténtica sólo brota de corazones agradecidos que rebosan con la vida pura de Jesucristo!

El apóstol Juan escuchó una voz que clamaba desde el salón del trono de Dios: “Alabad a

nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, así pequeños como grandes” (Apocalipsis 19:5). Esos siervos se regocijaban en Dios y le daban gloria. Habían andado con tal fidelidad que los preparó para ser la esposa de Cristo (v. 7). Ellos comieron el Pan de Dios con fidelidad y reverencia, con santo temor ante su poder vivificante.


El remanente santo


Es verdad lo que dice el viejo adagio: uno es lo que come. Jesús dijo que su carne debía ser nuestro alimento, nuestra dieta básica: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6:53).

Los judíos no podían asimilar un pensamiento así, y “muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (v. 66). Decían: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?” (v. 60). Incluso hoy día, quienes interpretan que el comer el cuerpo del Señor se limita a la Santa Cena, no entienden lo que Jesús quería decir. La razón por la que observamos la Cena del Señor es para tener presente que Él, mediante su muerte, llegó a ser nuestra fuente de vida. Tenemos una invitación, recibida del cielo, para llegar a su mesa, “comer” y volvernos fuertes.

¡Sé que eso es precisamente lo que muchos seguidores están haciendo! En medio de una generación de pastores mercenarios y de seguidores mal alimentados, hoy día está surgiendo en el mundo un sacerdocio santo, levítico. Se trata de los siervos y siervas que desean llegar a ser pastores según el corazón del Señor. Y el Espíritu los ha ungido para que conduzcan a un pueblo apartado que está dispuesto a seguirlos hasta la plenitud de Cristo.

Esos creyentes se consumen de amor por el Señor; están despojados de todo orgullo y ambición mundana; arden con el celo de la santidad. Su número es pequeño, pero va creciendo. No tienen más alimento que Cristo, porque saben que no hay otra fuente de vida. Rebosan de vida porque se han acercado con diligencia y con frecuencia a la mesa del Señor. Aman según la verdad, y no tienen temor alguno. Denuncian el pecado sin excusarse por hacerlo, derribando ídolos y fortalezas. Todo eso lo hacen para traer libertad a sus hermanos, para producir en ellos hambre por la realidad de Cristo Jesús y para enseñarles cómo alimentarse de El.

Ese remanente santo que hoy existe en el mundo adora al Señor en espíritu y en verdad. Son personas más enamoradas de Jesús que de sus bendiciones y sus dones. Lo alaban con manos limpias y corazón puro. Pero lo trágico es que todavía hay muchos que siguen saciando sus apetitos lujuriosos, y luego se atreven a acercarse a la mesa del Señor para festejar con los justos. Eso sólo conduce a la enfermedad espiritual y a la muerte, porque no disciernen el verdadero Pan de Dios.

Esas ovejas enfermas se vuelven tan débiles espiritualmente y tan afectadas por el pecado que no pueden comer alimento sólido. Prefieren mordisquear las cascaras de enseñanzas que complacen el oído. Se apoyan en la liviandad y el espectáculo antes que en la auténtica Palabra. Sus apetitos espirituales se han atrofiado por comer demasiadas golosinas baratas.

Tomemos la televisión como un ejemplo. Pocas actividades seducen a los cristianos tanto. La televisión es una forma de idolatría particularmente insidiosa; y yo cada vez clamo más y más contra ella, al ver el hambre espiritual de nuestra nación. ¿En qué consiste gran parte de la programación televisiva hoy sino en una exhibición de comida satánica? Un anuncio radial invitaba a los televidentes a sintonizar determinado programa de televisión “para recibir una buena dosis de codicia, lujuria y pasión, tal como a usted le gusta”. No importa cómo la llamemos los cristianos, los productores mismos de la televisión llaman a ese medio por su verdadero nombre: ¡una fuente de lujuria! Aun sabiendo eso, son literalmente millones de cristianos los que permanecen sentados frente a sus televisores hora tras hora y día tras día, tragándose una dieta constante de basura que, sin duda, le causa dolor al corazón de Dios.

Nada puede ser más obvio para mí que el dolor de Dios por eso: no por la televisión en sí, sino por la adicción de los cristianos a ella. Es un flagrante ultraje contra un Dios santo. El Espíritu Santo llora por esas multitudes de creyentes espiritualmente ciegos que se niegan a obedecer sus más íntimos impulsos a dejar de beber de esa cisterna inmunda. Si Jeremías pudiera presenciar este triste espectáculo — millones de miembros del pueblo de Dios remoloneando frente a sus televisores todos los domingos, tragando lujuria, delincuencia y codicia en lugar de estar sentados en la casa de Dios para comer de su Pan—, el profeta se lamentaría y gemiría. Clamaría de parte del Señor: “Mi pueblo ha trocado su gloria por lo que no aprovecha … Me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jeremías 2:11,13).





Pan de fortaleza


En cierta ocasión pasé varias semanas ante el Señor, llorando y clamando a Él para que me diera un mensaje de consuelo y esperanza para todos los creyentes cargados de sufrimiento que escriben a nuestro ministerio en la Iglesia Times Square. Como aquí en la ciudad de Nueva York trabajamos con drogadictos, alcohólicos y personas sin hogar, he orado así:

“Señor, adondequiera que miro veo dolor, sufrimiento, pesar y tribulación. ¿Qué mensaje puedo darles a los que se hallan en tan espantosa necesidad? ¿Cuál es tu palabra para ellos? Sin duda a ti te importan esas almas. Sin duda anhelas darles una palabra que las ponga en libertad.”

El Señor me ha dado una palabra, y es la siguiente: El ha provisto un modo de fortalecer a todo hijo suyo para que resista al enemigo. Esta fortaleza sólo viene de comer el Pan enviado del cielo. Y nuestra salud y fortaleza espiritual dependen de que comamos de ese Pan.

Escuchemos con atención, una vez más, las palabras de Jesús: “Yo vivo por el Padre; asimismo, el que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57). Jesús tenía una comunión tan íntima con el Padre, y estaba tan entregado a hacer solamente la voluntad del Padre, que las palabras del Padre eran su comida y su bebida cada día. Jesús se sustentaba cada día escuchando y viendo lo que el Padre deseaba; y eso fue como resultado de pasar mucho tiempo a solas con Él.

Cristo les dijo a sus discípulos: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis … Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:32,34). También los instruyó así: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará” (Juan 6:27). No nos demos el lujo de soslayar este secreto de fortaleza: Así como Cristo vivía por el Padre, así nosotros debemos recibir nuestra vida alimentándonos de Cristo.


El Pan de Dios se sirve todos los días, como les ocurría a los israelitas con el maná. Dice la Biblia que Dios le dio maná a su pueblo para humillarlo (Deuteronomio 8:16). Los israelitas no fueron humillados porque fuera alimento de mala calidad; ya que en realidad era “pan de ángeles” (véase Salmo 78:25). Fueron humillados porque cada día tenían que buscar el alimento. Eso les recordaba que era Dios quien tenía, la llave de la despensa. Estaban obligados a esperar en El y a reconocer que sólo El era la fuente.

Hoy día los cristianos son humillados del mismo modo. Dios nos dice que lo que comimos de Cristo ayer no va a satisfacer nuestra necesidad hoy. Debemos admitir que nos vamos a morir de hambre espiritualmente y vamos a quedar débiles y desamparados si no recibimos nuestro suministro fresco y diario de Pan celestial. Debemos acercarnos con frecuencia a la mesa del Señor. Debemos acostumbrarnos a la idea de que nunca llegará un momento en nuestra vida en que se nos dé una ración de fortaleza para más de un día.

A los que aman a Jesús y desean considerarse parte de ese remanente santo, les puedo prometer una cosa: las hambrunas no son eternas. Dios va a visitar de nuevo a su pueblo. Como lo veremos en el capítulo siguiente, El quiere saciarnos por completo. Quiere darnos la vida abundante que anhelamos. Desea llegar al encuentro de todo corazón sincero que tenga hambre de Cristo.


 
 
 

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